domingo, 21 de febrero de 2010

El beso y la fétida mierda


Y el mundo, nuestro mundo, es una gran bola de nada y solo eso. Pero ese mundo, su unidad mínima de materia, la célula, la evolución y tantos procesos químicos, biológicos y quien sabe cuantas cosas más; dieron vida al ser humano, hombre y también mujer para no herir susceptibilidades. Ese ser tan simple y débil, pero a la vez tan complejo, hizo justamente eso: complejizar este mundo.

Creerá alguien que no estuvo bueno, porque en el mismo instante en el que nace el ser humano, nacen también las divisiones, los intereses personales y colectivos, las peleas, las fronteras y por lo tanto las guerras, junto con las armas y los puñetazos estrechados al medio de una nariz, que estalla cual bala de Paintball color rojo.

Y le recordaré que también tendrá su origen la fétida mierda. A prestar atención a esto para darse cuenta de que al parecer la naturaleza no era tan sabia como decían; hace que todos sus hijos larguemos por el culete una mezcolanza química/orgánica asquerosa, cuando podría al menos haberla hecho más grata.

Para colmo de los males, nacen los medios de comunicación y sabrá usted que no nacen para alegrarnos la vida. Si no me cree, solo intente buscar una noticia positiva en un diario, radio o programa de TV y me llama urgente para que juntos felicitemos al productor.

Porque seguro coincidimos en que hay cosas que no están bien en nuestras sociedades. Pero es como el experimento científico en el que hacen beber agua contaminada a un ratón que se termina enfermando; después repiten el procedimiento varias veces y lógicamente, se sigue enfermando. Por último le dan de tomar agua sana, pero como se acostumbró a enfermarse luego de beber, se enferma igual.

Es psicología, no creo poder explicarlo a ciencia cierta, pero con los grandes medios atino a especular que sucede algo parecido.

Cuando usted escucha tantos mensajes negativos, negativos, negativos, en tantas retransmisiones de emisiones de cataclismos, termina por creer que debe disfrutar como nunca el sexo que tenga esta noche con su pareja y debe besar y arropar a sus hijos cuando estén durmiendo. Porque mañana mismo vendrá el fin de los fines del mundo. Y como ratón distraído, usted se conformará con que la enfermedad (en este caso, la de creer que todos los días podrá venir el fin del mundo y nada podrá hacer) lo ataque cotidianamente.

Relax, que nada de eso es cierto (de todas maneras disfrute el sexo con su pareja que para eso no hace falta que venga el fin del mundo). Pero verá usted que nos acostumbramos a observar, menoscabar y hasta a disfrutar los males de la vida y poco tiempo le dedicamos a los gratos momentos.

Aquí también querría dejar lucir mi orgullosa subjetividad (porque la objetividad es un barato chamuyo de quien quiere ocultar su forma de pensar), echándole de nuevo la culpa a los grandes productores de mensajes que desde que me despierto me cuentan que una persona fue asesinada a balazos.

Me lo repiten durante el transcurso de la jornada, me lo dice la radio. La tele me muestra la protesta de los vecinos. La radio vuelve a cargar con el tema haciendo hablar a un primo del pobre joven asesinado, pero la TV en su segunda edición del noticiero, redobla la apuesta y trae a un familiar todavía más cercano, supongamos que la madre y ella llora, pide justicia y amenaza furiosa con matar a alguien.

Notable y solidario interés de la prensa por reflejar la realidad. Pero yo termino el día, la jornada y la fecha, exhausto en el desordenado sillón del living de mi casa (que a esta altura debería llamarse sala de mates o algo por el estilo; porque ¿Qué carajo significa living?).

En fin, termino dando por seguro que el asesinato no fue uno, sino cientos. Y, como se imaginará, reflexiono y pienso nuevamente que en este mismo instante el mundo podría volar en mil pedazos.

Usted que me lee, ayúdeme a analizar. Pensemos juntos, qué nos generaría si al prender la tele luego de una ardua jornada de trabajo, el aparatito nos mostrase durante media hora ininterrumpida, (preste atención e imagine) un beso calido pero a la vez fogoso de una pareja de jóvenes. Jóvenes que se aman, tienen proyectos, ganas, alegrías, amigos y que están deseosos de mostrarle al mundo que se quieren y que están dispuestos a besarse frente a cámaras. Cuán relajante sería ¿No le parece?
Que la imagen haga zoom en los labios que se cruzan, se muerden, se besan, se acarician y se tocan.

Le aclaro que hablo de dos jóvenes con cortes de pelo raros, con rasgos “feos”, sin ojos claros, un poco regordetes y sin ropa de marca. Porque eso de prender la TV y ver gente que nada tiene que ver con uno, tampoco está bueno ¿O acaso usted no tiene defectos, miserias, poca plata u ojos marrones? ¿Por qué no salimos usted o yo en la TV? Si somos dos churros.

Continuemos… de repente la cámara se mueve, enfoca la sutil mano del joven introduciéndose por debajo de la remera de la señorita y luego de dar con la pancita comienza a acariciarla suavemente con las yemas de los dedos. Elaborada caricia que genera en ella una indescriptible sensación de cosquilleo/escalofrío, que le retuerce la columna vertebral entera y la deja perpleja, con ganas de seguir besando.

Fundido a negro, música cálida, fondo blanco y placa con letras celeste pastel que dice, “Para estar mejor debemos empezar por disfrutar”. Segundos de pantalla en blanco y continúa, “Creer que todo es negativo y no se puede cambiar… paraliza, hace mal y no deja disfrutar los besos”. Simplemente eso y sigue la programación.

Déjeme exclamar un: “Ahhhhh, que regocijo” (mientras llevo mis manos a la nuca, tomo asiento y apoyo las piernas en una cómoda silla). Me gustaría estar en el lugar de un productor de TV solo para hacer eso. Sin embargo, los grandes ideólogos de esta televisión educativa que tenemos, creerán que no es bueno lo que aconsejo y seguramente vengan los Tinellis y las Legrands horrorizados porque lo que propongo va contra la responsabilidad del periodismo. Dirán indignados que esto atenta contra los principios del periodismo com-pro-me-ti-do con los males de nuestra sociedad.

Yo, sin tol ni sol (como me cantaban de chico), les diré alegre y con una soberbia premeditada, que prefiero comprometerme con ¡lo bueno! de la sociedad y que cuando todos hayamos hecho eso, los males podrían haber acabado (cuanto menos disminuido).

Porque sin duda, cuando el ratón aprenda a diferenciar el agua contaminada de la sana, sabrá cuándo debe beber o no; y se habrán acabado los ratones enfermos.

Y sin más, cuando aprendamos a oír con cautela titubeante las palabras de estos grandes académicos e intelectuales del negocio; comenzaremos a disfrutar los besos y lograremos (al menos) dormir mejor, desparramados en el sillón de nuestras casas.

Porque estemos seguros de que si esos mismos berretines que ahora hablan de inseguridad se hubieran acordado en la década del ’90 de los dolores de nuestra sociedad, (en vez de pasearse en Ferraris por el Miami Beach), posiblemente el joven “ASESINO” hubiera tenido un cacho de pan en una mano y un poco de amor en la otra. Entonces no hubiese tenido mano disponible para empuñar el arma y tampoco, posiblemente, hubiera elegido la grata y reconfortante profesión de arriesgar el pellejo en cada delito.

Si usted “señora” Mirtha tenía el programa de TV cuando mandaban los militares y no dijo tantito así de lo que pasaba. Si usted “doctora” Susana se vanagloriaba de votarlo a Menem mientras nos saqueaba el país y andaba por ahí comprando autos haciéndose pasar por inválida para evadir impuestos. Y a usted “compinche” Marcelo lo encontrábamos por las noches llevando al turco a su programa para hacerle campaña convirtiéndolo en el invitado amable y simpaticón.

Finalmente. Verán, que no hay una verdad absoluta en todo este embrollo, sino tantas verdades como diversas opiniones. Les confieso que mi verdat es procurarle derechos cumplidos a todos y ahí si, darle cárcel a quien osa robar (y dije cárcel, no hacinamiento enloquecedor). Pero ¿qué ofrecerle a quien sin descaro ni reparo nos engaña y miente a millones de argentinos desde el privilegio de la conducción de un programa de TV?

¿Se les ocurre? Piensen y me dicen. Pero mientras pensamos, les propongo que comencemos por regalarle a cada uno de estos tres niñitos, una paquetísima cajita llena de fétida mierda (que al final para algo la había inventado la naturaleza). A la luz de su desempeño como comunicadores, no tengamos dudas de que la merecen.

miércoles, 6 de enero de 2010

Las ranas, los sapos y Orlando Barone



Situación. De niñitos en el fondo de la casa de los abuelos, en Punta Lara. Fondo que para mi medía kilómetros, ya que a esa edad no había sentido la rigurosidad de la propiedad privada, entonces todo ese campo enorme que lindaba con nuestro patio, hasta el molino de viento, era mío. Mío y de todos. Y es ahí donde solíamos jugar con mi hermana a cosas extravagantes (acabo de aprender el significado de esa palabra, por eso la uso).

Pescábamos ranas con solo una linterna y nuestras veloces manos. Verá que no es muy difícil. Las ranas en la oscuridad de la noche se ven sorprendidas por el destello de la linterna apuntada en los ojos (cual láser de patovica de boliche careta, cuando hacés algo fuera de “las reglas”), se inmovilizan y ¡zas!. Las rápidas manos mías o de mi hermana, Tiky, daban con la rana que luego será introducida en una bolsa, donde repentinamente se volverá a encontrar con parte de su familia.

De más está decirlo, pero sino faltaría a la verdad y además creo que es un tanto gracioso si uno no se pasa de ecologista. Las ranas no tenían un final feliz. Con mi (para entonces) varonil hermana, jugábamos a cortarles las cabezas y competíamos para ver cual saltaba más lejos luego de haber sido degolladas (sabrá que tiene nervios y luego de ser amputada su cabeza, la rana pega uno o dos saltos como si siguiera viva. Impresionante). Pero no se horrorice tanto, porque el final no era tan deshonroso.

Luego de la peripecia del salto sin cabeza, mi asegurado triunfo (siempre con trampa incluida) y los gritos de Tiky; las ranas eran rebozadas en huevo condimentado, posteriormente en harina y finalmente eran freídas por las hábiles manos de una gordita picarona que decía ser nuestra abuela, pero que la jugaba de amiguita del barrio (era en realidad, la autora intelectual de todas nuestros hechos vandálicos).

Lo de la ranas era un entretenido pasatiempo. Pero no mejor suerte pasaba alguna anguila que por allí encontráramos. Y en este caso el valiente era el abuelo, porque para casar anguilas hay que ponerles un dedo frente a sus narices (calculo que tienen narices) y ellas lo toman como si fueran a comerlo y lo succionan; y ahí es cuando se pega el tirón y se las mete adentro de la bolsa. “Grande abuelo, casamos otra”. Lo decíamos en plural, porque los triunfos usted sabrá, son siempre colectivos.

La anguila corría, le repito, la misma suerte que las ranas. Huevo condimentado, harina y a freírse. Queda exquisito, como todo lo que cocina la abuela cuando no se pasa con el picante. Es un don de las abuelas supongo, en este caso la mía creo que lo adquirió en sus épocas de militancia peronista. ¡Ah! Si. Aunque rubia y coqueta, se pasa de peronista la gorda. Y ahora que lo pienso, ese gen popular es el que la debe haber acercado al tucumano morochón de mi abuelo.

Mi abuelo. Hombre honesto del que de grandes supimos, cantaba tango en los cabarets de la zona, fumaba y se encaraba a mi abuela. Sin restarle méritos, hay que aclarar que se la encaraba con la complicidad de un amigo en común que la pasaba a buscar por la casa para que pudieran verse. Porque con el morocho no la dejaban salir a mi abuela. Ella era una señorita “bien”. Y resultó bien, enamorada de este morocho que le hizo una hija.

Si, mi mamá. Que no se merece ni una línea en esto que le cuento, porque todo lo que diga… me quedará chico. La morocha necesita un texto aparte que ya será escrito.

Pero siguiendo con lo de los juegos extravagantes (que ya se ponía interesante), verá que la familia tuvo mucho que ver. No nos podrán echar la culpa solo a mi hermana y a mí.

Por ejemplo para pascuas, en lugar de darnos los huevos en la mano como a cualquier niño, nos ponían cartelitos con pistas en todo el campo y teníamos que salir a buscarlos. Para peor, el destino final era la casa de la vecina que más mal nos trataba. Y podría asegurar que era a propósito. Me los imagino escondidos atrás de una pared riéndose mucho de nosotros, viendo como convencíamos a la vecina para que nos diera los huevos, con nuestras mejores caras de giles. ¡Que divertido!

También solíamos, en esas tardes, correr de la pileta al comedor a ver Super Match. Como a las cinco de la tarde. Todos mojados, chocolatada de por medio, nos sentábamos una hora entera a ver como un grupo de personas se entretenían con juegos que nos hubiese encantado tener en el fondo de casa. Al día de hoy no se de que país eran las personas (parecían rusos), solo descubrí que la voz graciosa era la de Rony Arias en su papel de “Peter”.

Así es que intentando reproducir los juegos, volvíamos también corriendo a la pileta con un tablón al hombro, que le robábamos al abuelo. Le poníamos contrapeso y lo usábamos de trampolín hasta que alguno se rompiera la cabeza y saliéramos todos para la salita a que nos peguen la herida con la gotita (sabrá que a diferencia de cuando a uno lo cosen, la gotita se puede usar en heridas pequeñas y no deja cicatriz).

Ni le cuento cuando el abuelo jugaba a que era médico y por haber visto dos o tres veces a las enfermera nos quería chantar la gotita, cual albañil revocando una pared. Era menos peligroso jugar con los chanchos que tenía la abuela. Que de niños malcriados no dejamos que los hagan a la parrilla para comerlos y entonces estaban gordos, viejos y cabrones.

Porque claro, a las ranas nos divertíamos cortandoles las cabezas pero ¡cómo van a matar a los chanchos! Les teníamos ternura. Es más, calculo que entre lo de las ranas y los chanchos, éramos literalmente medios ecologistas (el otro medio éramos brutos descuajeringadores de cabezas de ranas). Equilibrábamos.

Otro bicho con el que jugábamos eran los sapos. Parecidos a las ranas, pero todos arrugados. Esos no se podían comer y será por eso que no se nos daba por cortarles la cabeza. Con los sapos jugábamos sano. Los poníamos entre las manos, se hinchaban y temblaba como una chinche. El abuelo decía que era una forma de defensa. Pero con nosotros no servía de mucho ya que el sapo solo podía librarse cuando lograba atinarnos un chorro de orina mientras lo observábamos. Y el abuelo, cómplice de los sapos, nos había hecho creer que si nos orinaban un ojo nos dejaban ciegos. Entonces les teníamos respeto.

Pasábamos las tardes más divertidas y no nos hacía falta dinero para entretenernos. Le recomendaría a usted que lee, que pruebe con su hijo (calculo que debe ser sano). Pero pensando en los sapos descubrí que hace tiempo no los veo, difícilmente encuentre uno. Han desaparecido. Antes los contábamos de a decenas. Pero no, no veo hace tiempo. Como tampoco veo puestos de lombrices. ¿Se acuerda? No se si anduvo por la hermosa costanera de Punta Lara (a praia do povo que nada tiene que envidiarle a los brazucas). Le cuento. Antes estaba llena de sapos y de puestos donde vendían lombrices, que servían para encarnar cuando uno iba a pescar.

Había un puesto de esos cada 2 cuadras, con carteles pintados a mano, generalmente con tiza y decían “se vende lombriz, $2”. Como todo lo que hacemos “los argentinos”, que cuando “uno ponía la cancha de paddle, ponían cincuenta canchas de paddle” (habrá escuchado eso y en verdad lo hace todo el mundo, no entiendo por qué nos empecinamos en echarnos la culpa de las cosas malas y dejamos para el resto lo más lindo).

Imagino que ocurriría lo mismo. Alguien se las ingenió y descubrió que era relativamente fácil hacer un pozo en el fondo de la casa y vender las lombrices que encontrara y, repito, fueron todos los habitantes de Punta Lara a cavar posos en el fondo de sus casas.

De repente esos puestos desaparecieron (como las decenas de sapos). Pasaron a ser un negocio en extinción. Rara incógnita que me dejó pensando varios días su por qué. Y entre las pesadillas, los sueños y los pensares sobre los puestos de venta de lombrices que atravesaron mi cabeza esos días (notará que suelo obsesionarme con algunas cosas), se me cruzó por la cabeza la imagen de don Orlando Barone, que nada tenía que ver en este relato, pero apareció en cerebro dándome una respuesta algo satisfactoria.

Lo imaginé a Orlando, son su serenidad a la vez desafiante y con tintes de soberbia pícara diciendo: “Pero escuchemé, es evidente que los puestos de venta de lombrices desaparecieron porque desde el 2003 a esta parte se crearon millones de puestos de trabajos nuevos, seguramente mejor rentados y con aportes jubilatorios como para seguir vendiendo lombrices a la vera de los caminos”.

¡Ah!, este Barone es tan pero tan oficialista que a veces llego a pensar que me gustaría poder agregármelo de abuelo. Si, ya se. Si usted no piensa como yo creerá que esto que acabo de decir es más horroroso que una rana saltando sin gollete. Pero la elocuencia de Orlando me encanta. Y además le reitero, “la objetividad es un barato chamuyo de quien quiere ocultar su forma de pensar”. Y eso no es para mi, por eso no le escondo mi manera de ver.

Además… Toda esta perorata de la abuela popular, las ranas fritas, las meadas de los sapos, el molino, las anguilas y las tardes de pileta me sirvieron para algo. Por ejemplo, para abandonar lo que hubiese sido una vida en la oscuridad de la opinión clasemedieraberretavaciadecontenido. Y por lo tanto, me sirvió también, para entenderlo a Barone.

Buenas noches y hasta la próxima.