miércoles, 6 de enero de 2010

Las ranas, los sapos y Orlando Barone



Situación. De niñitos en el fondo de la casa de los abuelos, en Punta Lara. Fondo que para mi medía kilómetros, ya que a esa edad no había sentido la rigurosidad de la propiedad privada, entonces todo ese campo enorme que lindaba con nuestro patio, hasta el molino de viento, era mío. Mío y de todos. Y es ahí donde solíamos jugar con mi hermana a cosas extravagantes (acabo de aprender el significado de esa palabra, por eso la uso).

Pescábamos ranas con solo una linterna y nuestras veloces manos. Verá que no es muy difícil. Las ranas en la oscuridad de la noche se ven sorprendidas por el destello de la linterna apuntada en los ojos (cual láser de patovica de boliche careta, cuando hacés algo fuera de “las reglas”), se inmovilizan y ¡zas!. Las rápidas manos mías o de mi hermana, Tiky, daban con la rana que luego será introducida en una bolsa, donde repentinamente se volverá a encontrar con parte de su familia.

De más está decirlo, pero sino faltaría a la verdad y además creo que es un tanto gracioso si uno no se pasa de ecologista. Las ranas no tenían un final feliz. Con mi (para entonces) varonil hermana, jugábamos a cortarles las cabezas y competíamos para ver cual saltaba más lejos luego de haber sido degolladas (sabrá que tiene nervios y luego de ser amputada su cabeza, la rana pega uno o dos saltos como si siguiera viva. Impresionante). Pero no se horrorice tanto, porque el final no era tan deshonroso.

Luego de la peripecia del salto sin cabeza, mi asegurado triunfo (siempre con trampa incluida) y los gritos de Tiky; las ranas eran rebozadas en huevo condimentado, posteriormente en harina y finalmente eran freídas por las hábiles manos de una gordita picarona que decía ser nuestra abuela, pero que la jugaba de amiguita del barrio (era en realidad, la autora intelectual de todas nuestros hechos vandálicos).

Lo de la ranas era un entretenido pasatiempo. Pero no mejor suerte pasaba alguna anguila que por allí encontráramos. Y en este caso el valiente era el abuelo, porque para casar anguilas hay que ponerles un dedo frente a sus narices (calculo que tienen narices) y ellas lo toman como si fueran a comerlo y lo succionan; y ahí es cuando se pega el tirón y se las mete adentro de la bolsa. “Grande abuelo, casamos otra”. Lo decíamos en plural, porque los triunfos usted sabrá, son siempre colectivos.

La anguila corría, le repito, la misma suerte que las ranas. Huevo condimentado, harina y a freírse. Queda exquisito, como todo lo que cocina la abuela cuando no se pasa con el picante. Es un don de las abuelas supongo, en este caso la mía creo que lo adquirió en sus épocas de militancia peronista. ¡Ah! Si. Aunque rubia y coqueta, se pasa de peronista la gorda. Y ahora que lo pienso, ese gen popular es el que la debe haber acercado al tucumano morochón de mi abuelo.

Mi abuelo. Hombre honesto del que de grandes supimos, cantaba tango en los cabarets de la zona, fumaba y se encaraba a mi abuela. Sin restarle méritos, hay que aclarar que se la encaraba con la complicidad de un amigo en común que la pasaba a buscar por la casa para que pudieran verse. Porque con el morocho no la dejaban salir a mi abuela. Ella era una señorita “bien”. Y resultó bien, enamorada de este morocho que le hizo una hija.

Si, mi mamá. Que no se merece ni una línea en esto que le cuento, porque todo lo que diga… me quedará chico. La morocha necesita un texto aparte que ya será escrito.

Pero siguiendo con lo de los juegos extravagantes (que ya se ponía interesante), verá que la familia tuvo mucho que ver. No nos podrán echar la culpa solo a mi hermana y a mí.

Por ejemplo para pascuas, en lugar de darnos los huevos en la mano como a cualquier niño, nos ponían cartelitos con pistas en todo el campo y teníamos que salir a buscarlos. Para peor, el destino final era la casa de la vecina que más mal nos trataba. Y podría asegurar que era a propósito. Me los imagino escondidos atrás de una pared riéndose mucho de nosotros, viendo como convencíamos a la vecina para que nos diera los huevos, con nuestras mejores caras de giles. ¡Que divertido!

También solíamos, en esas tardes, correr de la pileta al comedor a ver Super Match. Como a las cinco de la tarde. Todos mojados, chocolatada de por medio, nos sentábamos una hora entera a ver como un grupo de personas se entretenían con juegos que nos hubiese encantado tener en el fondo de casa. Al día de hoy no se de que país eran las personas (parecían rusos), solo descubrí que la voz graciosa era la de Rony Arias en su papel de “Peter”.

Así es que intentando reproducir los juegos, volvíamos también corriendo a la pileta con un tablón al hombro, que le robábamos al abuelo. Le poníamos contrapeso y lo usábamos de trampolín hasta que alguno se rompiera la cabeza y saliéramos todos para la salita a que nos peguen la herida con la gotita (sabrá que a diferencia de cuando a uno lo cosen, la gotita se puede usar en heridas pequeñas y no deja cicatriz).

Ni le cuento cuando el abuelo jugaba a que era médico y por haber visto dos o tres veces a las enfermera nos quería chantar la gotita, cual albañil revocando una pared. Era menos peligroso jugar con los chanchos que tenía la abuela. Que de niños malcriados no dejamos que los hagan a la parrilla para comerlos y entonces estaban gordos, viejos y cabrones.

Porque claro, a las ranas nos divertíamos cortandoles las cabezas pero ¡cómo van a matar a los chanchos! Les teníamos ternura. Es más, calculo que entre lo de las ranas y los chanchos, éramos literalmente medios ecologistas (el otro medio éramos brutos descuajeringadores de cabezas de ranas). Equilibrábamos.

Otro bicho con el que jugábamos eran los sapos. Parecidos a las ranas, pero todos arrugados. Esos no se podían comer y será por eso que no se nos daba por cortarles la cabeza. Con los sapos jugábamos sano. Los poníamos entre las manos, se hinchaban y temblaba como una chinche. El abuelo decía que era una forma de defensa. Pero con nosotros no servía de mucho ya que el sapo solo podía librarse cuando lograba atinarnos un chorro de orina mientras lo observábamos. Y el abuelo, cómplice de los sapos, nos había hecho creer que si nos orinaban un ojo nos dejaban ciegos. Entonces les teníamos respeto.

Pasábamos las tardes más divertidas y no nos hacía falta dinero para entretenernos. Le recomendaría a usted que lee, que pruebe con su hijo (calculo que debe ser sano). Pero pensando en los sapos descubrí que hace tiempo no los veo, difícilmente encuentre uno. Han desaparecido. Antes los contábamos de a decenas. Pero no, no veo hace tiempo. Como tampoco veo puestos de lombrices. ¿Se acuerda? No se si anduvo por la hermosa costanera de Punta Lara (a praia do povo que nada tiene que envidiarle a los brazucas). Le cuento. Antes estaba llena de sapos y de puestos donde vendían lombrices, que servían para encarnar cuando uno iba a pescar.

Había un puesto de esos cada 2 cuadras, con carteles pintados a mano, generalmente con tiza y decían “se vende lombriz, $2”. Como todo lo que hacemos “los argentinos”, que cuando “uno ponía la cancha de paddle, ponían cincuenta canchas de paddle” (habrá escuchado eso y en verdad lo hace todo el mundo, no entiendo por qué nos empecinamos en echarnos la culpa de las cosas malas y dejamos para el resto lo más lindo).

Imagino que ocurriría lo mismo. Alguien se las ingenió y descubrió que era relativamente fácil hacer un pozo en el fondo de la casa y vender las lombrices que encontrara y, repito, fueron todos los habitantes de Punta Lara a cavar posos en el fondo de sus casas.

De repente esos puestos desaparecieron (como las decenas de sapos). Pasaron a ser un negocio en extinción. Rara incógnita que me dejó pensando varios días su por qué. Y entre las pesadillas, los sueños y los pensares sobre los puestos de venta de lombrices que atravesaron mi cabeza esos días (notará que suelo obsesionarme con algunas cosas), se me cruzó por la cabeza la imagen de don Orlando Barone, que nada tenía que ver en este relato, pero apareció en cerebro dándome una respuesta algo satisfactoria.

Lo imaginé a Orlando, son su serenidad a la vez desafiante y con tintes de soberbia pícara diciendo: “Pero escuchemé, es evidente que los puestos de venta de lombrices desaparecieron porque desde el 2003 a esta parte se crearon millones de puestos de trabajos nuevos, seguramente mejor rentados y con aportes jubilatorios como para seguir vendiendo lombrices a la vera de los caminos”.

¡Ah!, este Barone es tan pero tan oficialista que a veces llego a pensar que me gustaría poder agregármelo de abuelo. Si, ya se. Si usted no piensa como yo creerá que esto que acabo de decir es más horroroso que una rana saltando sin gollete. Pero la elocuencia de Orlando me encanta. Y además le reitero, “la objetividad es un barato chamuyo de quien quiere ocultar su forma de pensar”. Y eso no es para mi, por eso no le escondo mi manera de ver.

Además… Toda esta perorata de la abuela popular, las ranas fritas, las meadas de los sapos, el molino, las anguilas y las tardes de pileta me sirvieron para algo. Por ejemplo, para abandonar lo que hubiese sido una vida en la oscuridad de la opinión clasemedieraberretavaciadecontenido. Y por lo tanto, me sirvió también, para entenderlo a Barone.

Buenas noches y hasta la próxima.

7 comentarios:

  1. Un grande Barone. Y tiene un blog! Visitelo...

    ResponderEliminar
  2. lau! deja de joder con esto! jajaja naaa muy lindo cumpa y angá Barone.. pero yo siempre lo defendí no como vos careta que decías que era "demasiado oficialista" jaja se la banca como ninguno por eso es un campIón!
    tus relatos siempre son bellos sabelo... claramente es la forma en la que te constituiste a la personaja perononcha que sos hoy!
    contestame el mail que te mandé!!
    te kiero

    ResponderEliminar
  3. ¡Grande Laucha!

    Guido

    ResponderEliminar
  4. estuve pispeando no mas,, pero parece interesantón todo esto
    te encuentro porque buscaba unas imagenes, te robé una, espero que no te moleste,
    ahi voy leyendo algunas cosas, saludos

    ResponderEliminar
  5. que lindo lauu!!!
    besotes
    tefi

    ResponderEliminar
  6. ahhh los de supermatch eran australianos jajajajaj

    ResponderEliminar
  7. me sacaste más de una sonrisa.
    y recuerdo lo de los puestos de lombrices, es más, mi viejo intentó criar lombrices en mar del plata, y me hacia ir a pedirle a uno que alquilaba ponys la bosta de estos para hacer el abono de las lombrices. los sapos , cuando se inundaba la calle, jugabamos a atraparlos, hasta que venía un adulto y nos regañaba y nos ponía el chamuyo de que si nos meaban quedabamos ciegos. y por supuesto, lo propiedad privada no existia, cual baldio abandonado era nuestro, cual casa de amigos, era nuestro.
    Más de uno quisiera tener a orlando como abuelo!... es el abuelito que nunca tube creo.
    ahora me hiciste llorar...

    ResponderEliminar